Las pisadas de unas botas verdes se perdían a lo largo del fastuoso pasillo. Se encontraba prácticamente en penumbras, solo iluminado cíclicamente por las luces blancas de emergencia, que avisaban que en ese momento la fortaleza se encontraba en fallo eléctrico y que se disponía de la energía mínima. Llevaban tres días en fase de ahorro de energía y no tenía pinta de que se fuera a solucionar en un breve periodo de tiempo. Estatuas de mármol blanco que muestran antiguas glorias de directores de la prisión, observan al trajeado andante, el último en ocupar el cargo, en el momento más crítico que ha sufrido la imponente fortaleza Black Death.
El director entra en su despacho y se hunde en su sillón preso del agotamiento y la frustración. Resopla con fuerza y con desgana, abre uno de los cajones del escritorio y coge un puro. Es una sala enorme, de forma circular, en la que en el centro se encuentra un escritorio que parece controlar toda la prisión por medio de múltiples pantallas de video, en este momento totalmente apagadas y por multitud de controles, muchos de ellos con función desconocida incluso para el propio director. Al fondo de la sala se encuentra un enorme ventanal que permite ver todo el “Paraiso”, no solo permite ver sus calles y edificios, se puede ver también su podredumbre, su decadencia y su descomposición. El director activa un mecanismo tocando uno de los botones del sofá y cientos de engranajes oxidados empiezan a sonar, forzándose como si fueran a reventar toda la estructura en cuestión de segundos. La sala gira sobre sí misma dando una nueva orientación a la estancia y permitiendo al director ver el ventanal directamente desde su escritorio y bloqueando cualquier acceso a la sala.