Las gotas de agua caían despacio en el regazo de Penelope,
se había sentado debajo de uno de los arboles que todavía tenían estalactitas
de hielo que se iban derritiendo por el efecto del calor del sol, que había
decidido alegrar los últimos momentos de la tarde, antes de dejarle paso a su
eterna compañera y que todo se volviera tinieblas. Era extraño ver el sol en el
pueblo de Benken, su proximidad con las fumarolas de azufre hacía que el sol
siempre estuviera oculto por grandes nubes de gas, y por lo tanto, ya no solo
era difícil ver el cielo, sino que la luminosidad del pueblo estaba muy
disminuida, volviéndolo lúgubre y oscuro
Por eso, este momento era especial para Penelope, era un
momento lleno de luz, que poder disfrutar, y aunque el efecto de las heladas se
podía sentir en el ambiente, el calor del sol permitía soportarlo, es más,
ambas sensaciones contrarias, frío y calor, resultaban hasta agradables.
No pudo durar mucho, las luces del crepúsculo se fueron
apagando poco a poco dejando a Penelope en la oscuridad, y la agradable brisa
que había mientras todavía había luz, se convirtió en un viento desagradable
que se metía hasta los huesos. La gente empezó a moverse a sus casas porque la
jornada laboral ya había acabado, y era el momento de volver con las familias,
y poder recuperarse del duro día trabajando en el campo, esto hizo que las
luces de las casas empezaran a centellear, el humo empezara a salir por las
chimeneas y las calles quedaran desiertas, exceptuando a la pequeña joven que
se resistía a abandonar su puesto, por mucho que bajaran las temperaturas.