El corredor estaba en penumbra, débilmente iluminado por
faroles fijados en las paredes y que poco hacían porque el gigantesco túnel
pareciera menos asfixiante. El paso subterráneo de montaña que se usaba para
llegar a las ciudades costeras, sin tener que recorrer el apestoso valle
amarillo, resultaba cómodo a primera vista, pero unos cuantos minutos bajo
decenas de metros de tierra, con la atmósfera cargada de respiraciones y el
sudor cayendo a borbotes por detrás de la nuca, hacían que la idea de ir atravesando
el valle amarillo con una pinza en la nariz no resultara tan descabellada.
Pero el paso subterráneo de montaña tenía más ventajas que
su aparente “comodidad”, se podía atajar varios días recorriéndolo, era más
seguro que viajar por el exterior y en la gigantesca cámara central que se
encontraba a mitad de camino del recorrido se había instalado un pequeño
mercado para los viajeros que resultaba interesante. El paso de mercancías y de
gente era continuo y a veces resultaba molesto tener que viajar con enormes
carretas que en el caso de que se encontraran dos, en sentidos opuestos, podían
bloquear el paso varios minutos.
A pesar de toda esta lista de contratiempos Aralanwë estaba
decidida avanzar sin que nada la detuviera. Cualquier persona en su situación
estaría aterrada, había dejado su hogar, lo único que había conocido, la fragua
de su padre, donde había pasado cientos de horas acompaña de el sonido del
martillo golpeando el acero ardiente y del calor del fuego bañando su piel.
Muchas personas tendrían miedo y prácticamente todo el mundo tendría cierta
inseguridad sobre su futuro, pero ese no era el caso de Aralanwë, había tomado
una determinación y ya nada podría hacerla cambiar de idea, así era ella, de
voluntad más férrea que el hierro que tan bien conocía. Aralanwë no aparentaba
más de unos 22 años, con una larga melena pelirroja recogida en dos coletas, unos bellos ojos color avellana y
un busto notable, con una figura robusta de un metro ochenta de altura. Unos
preciosos ojos verdes y cubriendo siempre sus espaldas una enorme espalda
bastarda, el arma del que nunca se separaría, la única arma que había podido
forjar en su totalidad ella sola. Tuvo que hacerlo a espaldas de su padre para
que no la descubriera y la reprendiese, pero había valido la pena, porque el
cariño y la dedicación que le había puesto a esa enrome espada bastarda, habían
conseguido que fuera un arma equilibrada, potente y de gran calidad, una espada
de gran tamaño, de la que cualquier usuario se sentiría orgulloso.
Tuvo que realizarla sin decirle nada a su padre, porque este
jamás la dejaría llevar la forja a ella sola. Una cosa es que Aralanwë, al
haber perdido a su madre de pequeña y no tener más compañía que la de su padre,
pues pasará horas en la forja, ya que su padre no podía hacerse cargo de una
niña pequeña, tenía que atender un negocio que lo absorbía. Aunque no fue de su
agrado tuvo que ceder y dejar que la niña aprendiera el ofició de la forja de
armas. Con tal de que solo fuera una diversión y una manera de que matara el
tiempo y se entretuviera. Poco sabía el gran maestro armero que su hija
convertiría ese juego en la razón de su existencia y que tantos quebraderos de
cabeza le llevarían en el futuro, eso fue cuando Aralanwë anuncio que quería
heredar la fragua y hacerse cargo de ella cuando él ya no estuviese. Por mucho
que se negó y protesto, Aralanwë supo que podría convencerlo si le mostraba sus
habilidades, por ello forjo ella sola, sin ayuda, su espada bastarda. Pero ni
siquiera esto fue suficiente, convencido de que podía darle algo mejor a su
hija que una vida entre hierro, sudor y llamas, califico la espada de
porquería, cosa que sabía de sobra que no era. Por sus años de experiencia,
nada más tenerla delante supo que era una obra maestra y que las habilidades de
su hija eran seguramente muy superiores a las suyas. Una mezcla de celos y de
orgullo de padre se apoderó de él y acabo lanzando un ultimátum, declarando que
esta era su fragua y que en ella nunca podría haber ninguna mujer.
Aralanwë noto como se partía su corazón, no podría entender
como después de todo lo que había trabajado, después de todo lo que había
conseguido su padre siguiera ciego y despreciara su trabajo por ser mujer.
Decidió forjar su corazón al fuego de la su ira y endurecerlo como se endurece
el metal. Tomo la determinación de proseguir su camino lejos de la fragua y de
su padre y que volvería para mostrarle que daba igual si era mujer o no, que
las mujeres podían ser tan buenas como los hombres o incluso mejores. Decidió
que no permitiría que nadie la menospreciara por ser mujer, nunca más, ni
siquiera en el terreno físico, donde lo normal es que los hombres sean
superiores a las mujeres, ni siquiera por eso sería inferior, cosa bastante
factible, ya que los años pasados al calor de la fragua la habían dado fuerza y
constitución. La resistencia que había ganado soportando las altas temperaturas
y cargando grandes pesos del metal, le habían proporcionado el físico necesario
para poder superar a cualquier hombre que no se hubiera sometido a un
entrenamiento estricto y tuviera una forma envidiable.
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